La historia del loco

Ya no oigo mis voces, de modo que ando un poco perdido. Sospecho que sabrían contar mucho mejor esta historia. Por lo menos, tendrían opiniones, sugerencias e ideas definidas sobre lo que debería ir al principio, al final y en medio. Me indicarían cuando añadir detalles, cuándo omitir información superflua, qué es importante y qué es trivial. Después de tanto tiempo, no recuerdo muy bien las cosas y me resultaría muy útil su ayuda. Un recuerdo que parece sólido como una piedra, acto seguido me resulta tan vaporoso Como una neblina. Ése es uno de los principales problemas de estar loco: nunca estás seguro de las cosas.   

Ahora, en lugar de su agotadora cacofonía, tengo medicamentos para prevenir su regreso. Una vez al día tomo diligentemente un psicotrópico, una pastilla de color azul que me deja la boca tan seca que, cuando hablo, sueno como un viejo fumador. Le sigue de inmediato un elevador del ánimo de sabor amargo para combatir la esporádica depresión perversa y suicida en la que, según dice mi asistente social, es probable que me suma en cualquier momento con independencia de cómo me sienta. De hecho, creo que podría entrar en su despacho dando botes de alegría y exaltación por el rumbo positivo de mi vida, y ella seguiría preguntándome si he tomado la dosis diaria. Esta pastilla cruel me estriñe y me hincha por retención de líquidos, como si llevara puesto un manguito de medir la presión arterial ceñido a la cintura en lugar del brazo izquierdo. Así que tengo que tomar un diurético y también un laxante para aliviar esos síntomas. El diurético me provoca una migraña terrible, como si alguien especialmente cruel me golpeara la frente con un martillo; combato ese efecto secundario con analgésicos con codeína, mientras corro hacia el lavabo para resolver el otro. Y, cada dos semanas, me inyectan un potente agente antipsicótico en el ambulatorio, donde me bajo los pantalones ante una enfermera que siempre sonríe de la misma forma y me pregunta en un tono idéntico cómo estoy, a lo que yo contesto que bien, tanto si lo estoy, porque tengo bastante claro, incluso a través de las diversas nieblas de la locura, de cierto cinismo y de los fármacos, que le importa un comino, pero lo considera parte de su trabajo. El problema es que el antipsicótico, que me impide toda clase de conducta maligna o despreciable, o al menos eso me dicen, también me produce un ligero temblor en las manos, como si fuera un nervioso defraudador que se enfrenta a un inspector de Hacienda. También me provoca un ligero rictus en las comisuras de los labios, de modo que tengo que tomar un relajante muscular para impedir que la cara se me convierta en una máscara que asuste a los niños del vecindario. Todos estos mejunjes me recorren a su aire las venas y me atacan varios órganos inocentes, y probablemente embotados, cuando se dirigen a calmar los irresponsables impulsos eléctricos que se me disparan en la cabeza como a muchos adolescentes revoltosos.

Era más fácil, con mucho, cuando aún era joven y lo único que tenía que hacer era escuchar las voces. La mayoría de las veces ni siquiera eran tan malas. Normalmente mis voces no eran demasiado exigentes. Eran más bien sugerencias, consejos, preguntas perspicaces. 

En cierto sentido, las voces me hacían compañía, en especial las muchas ocasiones en que no tenía amigos. Conocí algunos amigos en los años de verdadera locura y les fue peor que a mí. Sus voces les gritaban órdenes como los sargentos de instrucción del ejercito: “muévete” “haz esto”…. O peor “suicídate” O peor aún: “mata a alguien”. Las voces que chillaban a esos tipos procedían de Dios, de Jesús, de Buda, del perro del vecino, de su tío fallecido, de extraterrestres y de un coro de arcángeles o de un coro de demonios. Esas voces eran insistentes, imperativas e intransigentes y yo reconocía, por la rigidez que reflejaba la mirada de esas personas y la tensión que les agarrotaba los músculos, que oían algo bastante fuerte y machacón, y que rara vez auguraba nada bueno…

Publicaciones Similares

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.